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ras extrañas, de dudosa realidad quizá, pero que la imaginación cree verdaderas?

Por lo menos, ninguno de los auditores nunca se hubiera atrevido á dejar entender á ese hombre que le quedara una sombra de duda por todo lo que él narraba, de miedo de perturbar la palpitante relación y de cegar, quizá para siempre, el fantasmagórico manantial de sus invenciones ingeniosas.

¿Invenciones? ¡Claro! ¿Quién, sino él, las contó jamás?

Lo que, inconscientemente, por lo demás, gustaba sobremanera á su auditorio es que en todos los cuentos sólo actuaban personajes netamente criollos, en ambiente pampeano puro. Otros que él, por supuesto, les habían, á veces, alrededor del fogón, contado cuentos prodigiosos, pero en ellos hablaban de reyes y de príncipes, de reinas y de princesas, de monstruos y de bellezas encantadas, de tesoros fabulosos y de pedrerías, como si jamás hubiese habido en la llanura gente de esa laya, ni mayores riquezas que modestos aperos de plata y buenos caballos. Los santos y la Virgen peleaban, en ellos, á menudo, con Mandinga, y siempre lo vencían y lo maltrataban; ¡como si hubieran sido mejores gauchos que él y le hubieran podido enseñar á domar y á manejar el lazo!

Cantidad de otros personajes, procedentes quién sabe de dónde, cruzaban por aquellas historias, divertidas, sin duda, pero con un tufo exótico que impedía que ni por un momento se pudiese creer en su veracidad. ¿Qué necesidad había de ir á pedir prestados seres y figuras, hadas y genios, espíritus y fantasmas á todos los países habidos y por haber, teniéndolos en la Pampa, criollazos, innumerables y lo