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Don Benito, renegando, resolvió desde entonces dejar entregado á sus más locas fantasías de borracho el manejo de la tablita: la colgaba patas arriba, la volvía patas abajo; de repente armaba una sequía bárbara, de repente hacía llover á cántaros.

Pero, asimismo, al fin y al cabo, las quejas y las congratulaciones eran las mismas que antes Un día, con la manada, se te ocurrió dar á todos un chasco que quedase en la memoria de los hombres.

Anunció en la pulpería, como si fuera profeta, un gran diluvio. Fué á su rancho, colgó en un rinconcito muy obscuro y muy escondido la tablita de metal, con la muesca para abajo, cerró la puerta y se fué á sesenta leguas de allí.

Llovió en toda la comarca, fuerte y parejo, todo el día y toda la noche, y siguió, sin parar, días y noches, fuerte y parejo.

Los campos, en su mayor parte, estaban anegados, las haciendas no cabían en las lomas y empezaban á morir. La situación era desesperante.

Pero del exceso del mal salió la salvación. El misterioso personaje que había perdido la tablita de hacer llover, andaba como loco por la Pampa, buscándola.

Cuando supo del diluvio aquel, no tardó en sospechar lo que pasaba. Tomó secretamente sus informes. La desaparición de don Benito, después de su profecía, no dejó de llamarle la atención. Fué al puesto del gaucho, lo registró con ojo certero y no tardó ni dos minutos en encontrar, colgadita en la pared, con la muesca para abajo, su tan buscada tablita de hacer llover. La descolgó, le dió vuelta despacito y poco a poco la colocó al revés. Cesó el agua.