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las carbonizó en las brasas, y, reducido el carbón á polvo, llenó con él un tubito de papel. Pronunció algunas palabras, hizo varios ademanes raros, y acercándose al chiquilín, le sopló de repente el polvo negro en el ojo sano. El resultado inmediato fué que, por un momento, quedó ciego del todo el muchacho; pero le duró poco la ceguera, y apenas había recuperado la vista, que fijando en el hombre su ojo único, dijo, con voz serena, al padre:

—Este hombre es bueno, tata; con el remedio que me hizo, no me duele más el ojo, y, con el otro, veo muchas cosas que antes no veía... ¡Qué de cosas veo, tata!—exclamó, admirado.

El vecino no disimuló la satisfacción que á su amor propio causaban estas palabras, y pidiendo otra vez disculpa por la torpeza de su hijo, prometió á Natalito que poco tendría que sufrir por haberse quedado tuerto.

Cierto es que el pobre muchacho no era, así, muy bonito, pero gracias al ingenioso curandero y á la virtud de su remedio, había adquirido el ojo que le quedaba una singular agudeza de visión. Era como si hubiera mirado con algún enorme lente todo lo que estaba cerca, ó con milagroso anteojo de larga vista lo que estaba distante.

El detalle más insignificante se volvía para él tan sugerente que parecía adivinar el pensamiento de los hombres y los súbitos impulsos del instinto en los animales; lo mismo que la mínima alteración en una planta, en su forma ó en su color, le daba á conocer los próximos caprichos de la naturaleza.

Parecían, para él, los ojos ajenos ventanas abiertas sobre los secretos ocultos en las cabezas; y no tardó en dar pruebas de su maravillosa aptitud.