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Llegó, pocos días después, á casa de sus padres un tío de él.

Venía á preguntar si no habían visto su tropilla, desaparecida de la querencia el día antes, ó tenido noticia de ella. Don Natalio llamó al muchacho que había ido por la mañana á recoger la manada y le preguntó si algo sabía; y Natalito empezó á enumerar, como si los tuviera por delante, todos los animales que componían la tropilla, dando de cada pieza un detalle tan completo que el padre y el tío se quedaron asombrados. Sabían que conocía la tropilla, por haberla visto varias veces, pero no podían sospechar que tan bien la hubiera filiado. La verdad era que todo lo estaba leyendo clarito el muchacho en el pensamiento de su tío. Evocaba con seguridad infalible la yegua overa con su potranca de tres meses, overa también, pero más obscura y de manchas más pequeñas, y los ocho moros: éste, viejo ya, y medio maceta; aquél de cinco años, muy mosqueador, otro con su odio á los perros, y otro, especial para las pechadas; el de la clin obscura, tan fijo para el lazo, y uno, zarco; otro, muy bajo, y el último, parejero regular. Pintó después la marca y dos contramarcas que tenían dos de los caballos, comprados por el tío, y montando en su mancarrón, salió al campo, diciendo que lo esperasen un rato, que ya volvía.

Quedó ausente como un cuarto de hora y, cuando volvió, le dijo al padre:

—¿Te acuerdas, tata, ese hombre que vino aquí anteayer y sin bajarse, pidió un vaso de agua y preguntó por el rancho de don Tiburcio?

—Sí—dijo el padre.

—Bien pues, ese hombre es el que se lleva la tropilla de mi tío. Va montado en el mosqueador y arrea