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con los otros el propio caballo en el cual venía. Cruzó anoche por el esquinero del campo; va ligero y ya está como á doce leguas de acá. Divisé en la brillazón el color de su poncho, imitación vicuña con rayas verdes y coloradas, y así pude ver que estaba por pasar el Salado. Va en derechura al Azul; debe de vivir en las chacras de ese pueblo.

—¡Che!—dijo el tío, medio en broma,—¿no podrías decir también cómo se llama?

—No, tío—contestó muy serio el muchacho,—todavía no; pero no hemos de tardar en saberlo, si le seguimos el rastro como le acabo de decir, y lo mejor para esto será mandar al comisario del Azul un telegrama.

El tío, lleno de dudas, pero sugestionado de veras por la confianza con que hablaba el joven, fué á la estación más cercana y mandó el telegrama, dando las señas de la tropilla. El día siguiente, á la noche, estaba cenando la familia, cuando de repente, como si alguien le hubiera llamado, se levantó Natalito, agachándose en la puerta del rancho, miró un rato entre las tinieblas del campo y dijo á sus padres que habían quedado comiendo:

—Allá van pasando dos policianos; llevan para casa del tío la tropilla de moros.

—¡Pero, qué ojo tiene ese muchacho! ¿A dónde ves eso?—preguntó el padre; pues miraba él también y no podía ver nada.

No por esto dejó de ser cierta la noticia, como, por la mañana, lo supieron.

Natalito no había ido á la escuela, primero porque le quedaba muy lejos, y también porque, más que en los libros de letra menuda, le gustaba leer en el hermoso libro de la Pampa, tan lleno de imáge-