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Como justamente estaba entonces el estanciero por comprar un toro importado de mucho precio, lo llevó consigo al precioso tuertito y hizo revisar, en Buenos Aires, unos animales que le ofrecían y le ponderaban, con mil certificados y constancias, y vió que muchos de ellos, á más de ser más viejos de lo que decían los papeles, eran tuberculosos. Es que donde fallaban los sueros, acertaba el ojo del muchacho, alcanzando á ver sin microscopio lo que debajo del cuero del animal estaba pasando.

Cada día se le hacía más valioso al estanciero el concurso de su peoncito y todos se lo envidiaban. En cualquier ocasión, el ojo tan lindamente filiador del muchacho le evitaba clavos ó le proporcionaba brillantes negocios. Nunca hubiera comprado animales á elección sino guiándose por las indicaciones de Natalito. Este era el que fijaba el número á apartar, después de haber visto el rodeo, y su ojo certero ni dejaba escapar un animal de las condiciones requeridas, ni dejaba que se pudiera apartar uno que no las tuviese todas. Para eliminar de una majada ó de un rodeo los animales que le quitaban la vista ó demoraban su refinamiento, ahí estaba Natalito, y las haciendas de su patrón mejoraban en todo sentido á ojos vistas.

Ya no había en la estancia más capataz que el muchacho, y quisieron algunos matreros aprovechar la oportunidad para hacer de las suyas. No sabían con qué policiano se las tenían que haber. Bastó que estuviera una vez en la pulpería, media hora, mirando jugar á las bochas, para conocer el peligro que amenazaba á la estancia. Allí había unos cuatro forasteros, reseros al parecer, que iban de tránsito, decían, volviendo á sus pagos, mucho más afuera, des-