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avestruz. Lo alzó, muy contento, pues parecía fresco y pensó que con él su patrona iba á poder cocinar una tortilla rica que alcanzaría para toda la familia.

Don Joaquín era un hombre muy bueno, muy servicial, algo entendido en remedios caseros, tanto para la gente como para los animales, y siempre dispuesto á poner á disposición del prójimo, desinteresadamente, su pequeña ciencia y su buen corazón.

Justamente venía, cuando encontró el huevo de avestruz, de asistir á otro pobre gaucho enfermo y, por la misma ocasión y con el mismo remedio, de curarle un caballo que se le había mancado del encuentro.

Cuando llegó á su casa, entró triunfante en la cocina y enseñó á su mujer el huevo.

—Bien decían—dijo ésta que por aqui andaba un avestruz. ¡Qué cosa rara! ¡has visto!

—La verdad—contestó don Joaquín,—que quién sabe de dónde puede haber venido. Hace más de treinta años que por estos pagos no hay más avestruces.

Bueno—agregó,—de cualquier modo lo vamos á co mer; dame una cacerola.

· Don Joaquín sacó el cuchillo y á golpecitos empezó á romper por el medio la cáscara. De repente soltó cuchillo y huevo encima de la mesa, y todo asustado, se fué, llevándose del brazo á la mujer hasta la puerta y con ella salió al patio. Pero en este momento oyeron una vocecita armoniosa que, desde la mesa de la cocina, les gritaba:

—Vuelva, don Joaquín; no se asuste que no le voy a hacer daño; vuelva, señora, no me tengan miedo.

Se atrevieron á mirar y vieron, parado en la mesa, entre las dos medias cáscaras, un gauchito chiqui-