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No fué lerdo para alzarlo, y allí mismo, con el mango del cuchillo lo quebró. Salió con un olor á podrido que daba asco y un zumbido asustador, todo un enjambre de moscas y moscones de todos colores que se perdieron por el espacio.

Bien sabía yo que era mentira el cuento de Joaquín ! exclamó, y tirando con rabia la cáscara, volvió a su casa, donde, por supuesto, á nadie dijo nada.

Pero desde entonces empezaron á morir en la estancia por centenares animales de todas clases, sin que los veterinarios más sabios pudiesen acertar con la enfermedad que diezmaba estas haciendas.

Lo que no impidió que siguieran todos con los ojos en el suelo buscando huevos, pues el avestruz siempre andaba por allí; y dió la casualidad que Esteban, un buen muchacho, trabajador y pobre, muy enamorado de una preciosa morocha con quien se hubiera querido casar, también encontró uno. Se lo alzó, y, naturalmente, su primer pensamiento fué regalarlo á la dueña de su corazón, y lo llevó á casa de ella. Pero cuando lo vió llegar al palenque el padre, un hombre de esos que se figuran que sólo se puede calcular la felicidad futura de un matrimonio por el número de vacas que poseen los novios, vino á su encuentro y le preguntó con tono áspero lo que se le ofrecía.

—Venía—dijo Esteban, á ofrecer á la niña Edelmira este huevo de avestruz que encontré en el campo.

—¡Ah!—contestó el padre, ya ansioso de poseer lo que bien pensaba debía contener alguna maravilla, por lo que había oído contar de don Joaquín.—¡ Bien !

démelo á mí, que se lo entregaré.