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de la herida y casi también de su maña vieja de querer matar á todos.

Cualquier cuchillito ahora le infundía respeto, pues siempre creía que iba á verlo alargarse, sobre todo que, por una casualidad singular, cada vez que le daba por pasarse con la gente y por amenazar á alguno, siempre le sucedía algún contraste que lo obligaba á dejar en la vaina el facón. O se le volaba el sombrero, en el mejor momento, ó se le iba del palenque el caballo ensillado, ó se le desprendía el tirador ó el chiripá, de modo que quedaba imposibilitado por un rato para pelear, y mientras tanto se le pasaba el arrebato.

Manuelito ya no necesitaba salir á su encuentro; su recuerdo bastaba para conservarlo manso al gaucho.

Una vez, y fué la última, éste sacó la daga para acometer á un hombre indefenso. Manuelito, justamente, llegaba á la pulpería. En un abrir y cerrar de ojos estuvo encima del agresor; cuando éste lo vió armado del cuchillito, retrocedió tan ligero que fué á dar con el cerco, donde la punta de un alambre cortado le rajó el chiripá y le lastimó las carnes. Al sentirse herido, se dejó caer al suelo, y llorando como un niño, imploró el perdón de Manuelito. Este se contentó con quitarle el facón y quebrándoselo en dos pedazos, dijo:

—Toma, que todavía te alcanza para cuchillo.

Desde entonces, se volvió humilde y manso el hombre del facón, tan manso, tan humilde, que cuando las madres dicen á sus hijos, para asustarlos: «¡ Ya viene el hombre del facón!» se ríen los muchachos, y en vez de disparar, se golpean la boca.

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