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gar un rebencazo, cuando se acordó... y bajó la mano, contentándose con silbarle.

Desde ese día, Plácido empezó componerse rápidamente, pues cada vez que, olvidándose de la amenaza, castigaba un animal, aun con motivo, en el acto sentía él mismo la quemadura del rebencazo, y bien pronto perdió una costumbre que tan caro le costaba. Pero había otra cosa peor es que no sólo sentía los golpes que él mismo pegaba, sino también los que veía pegar por otros. Sufría en silencio, aunque bárbaramente á veces, pues por amor propio, no se atrevía á decir nada, temiendo que se burlasen de él y se contentaba con evitar en lo posible presenciar domadas de potros ó carreras, pues era para él suplicio demasiado fuerte recibir tantos rebencazos.

Pero una vez, ya no pudo resistir y gritó. De la pulpería donde se hallaba, iba á salir una galera, y al ponerse en marcha se empacaron dos de los escuálidos mancarrones atados á ella. Se empacaban únicamente porque estaban flacos, sin fuerza y horriblemente lastimados; un empacamiento lo más justificado; pero el mayoral y el cochero no lo entendían así, y empezaron entre ambos á hacer caer sobre los desgraciados animales una terrible tormenta de latigazos.

El pobre Plácido que miraba desprevenido, brincó como si hubiera sido él uno de los animales martirizados, y como no podía disparar por hallarse entre un alambrado y la galera, empezó á exigir á gritos de los conductores que dejasen de castigar tan bárbaramente sus caballos. Bastante se admiraron ellos de semejante intervención, pues lo conocían de tiempo atrás y no ignoraban la fama que tenía de incorregible bruto, y como seguían latigueando, y seguía él