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implorando su compasión, hasta con lágrimas en los ojos, acompañaban con risas cada chirlo que daban:

—¡Mirá quién, para prohibir que se castiguen los caballos empacadores!

Y seguían pegando no más, riéndose, y él brincando, llorando y pidiendo perdón... para los caballos, decía, para no confesar su terrible situación.

Acabó por arrancar la maldita galera, quedando Plácido, además de molido por los latigazos, chiflado por el mayoral y el cochero; pero desde aquel momento juró no dejar ya levantar la mano sobre un animal cualquiera sin oponerse con toda su fuerza moral y física á que lo castigasen. En los primeros tiempos, todos se reían de él, no pudiendo pensar que fuera por su propia cuenta, ni que le doliera toda brutalidad que presenciara; pero poco a poco, muchos de los á quienes así suplicaba ó amenazaba, pues hasta guapo parecía haberse hecho, dejaban de golpear sus animales y el ejemplo, poco a poco, cundía de tratarlos con paciencia. Y como Plácido ya no era el bruto de antes, su castigo tomó fin; pero no por esto dejó de ser por el ejemplo y la palabra, el apóstol de la mansedumbre hacia los animales, entre los gauchos con quienes trabajaba. A tal punto que cundió su fama y llegó á los oídos del doctor Albarracín quien, en recompensa, lo hizo nombrar socio honorario de la Sociedad Protectora de los Animales.