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y que no pudiendo, como él, gozar de las exquisitas emociones de la taba, del truco y de las carreras, y otras diversiones de la pulpería, era muy natural que buscase su alivio por otro lado.

Sucedió que después de una sequía prolongada que había atrasado bastante las ovejas, vinieron lluvias interminables que las acabaron de embromar.

La majada se puso á la miseria, de sarna, porque con el agua y el barro del corral, no se la podía curar, y de manguera, por la mucha humedad. Y era todo un trabajo encontrar un animal siquiera medio bueno para comer. Hubo que hacer durar más días que nunca capón que se carneaba, pues, de otro modo, pronto no hubiera habido carne en la casa. Gabino, muchas veces, tenía que apretar el tirador después de comer; y cuando, medio muerto de hambre, se deslizaba hasta el alero para tratar de cortar, de la carne ahí colgada, con qué hacer un churrasco, sin que lo viera la patrona, casi podía tener por seguro que la vigilante Quintina no lo iba á dejar aprovechar en paz el robo.

— ¡Eso es! comilón y haragán—le decía;—cómete la carne, no más, ¡ hombre! que después, nosotros, las criaturas y yo, quedaremos mirando el gancho y con esto cenaremos. Si pronto vamos á quedar sin ovejas, con semejante apetito. Te lo pasas comiendo todo el día, como si fueras Anchorena. ¿Por qué no te comes un capón en cada comida, para acabar de una vez con la majada?

Don Gabino se callaba, envainaba la cuchilla, prendía un cigarro y se iba, medio triste por el hueco que sentía entre pecho y espalda.

Ya no se comía asado en la casa; Quintina había escondido el asador, diciendo que con carne flaca