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Gabino con las tres del forastero y, agregándoles la propia, calculó que no alcanzarían, por cierto, las tres presas flacas que quedaban en la fuente para tantas necesidades.

El resultado inmediato fué un rezongo vehemente, pero interior y callado, para evitar tormenta, pues si Gabino era lo más sufrido para lo que á él personalmente tocaba, no podía soportar que maltratasen al huésped, cualquiera que fuera.

Hizo sentar al viejo en su propio sitio, le dió su plato de latón y su cubierto, y apenas le hubo dicho:

—¿Qué hace, señor? sírvase,—que el forastero, sacó de la cintura una cuchilla tremenda y, de la fuente; la presa más grande, empezando á comer con un formidable ruido de carrillos. Sus dientes, blancos, largos y sólidos, á pesar de la edad, mordían, desgarraban y molían que daba gusto; los dedos y el cuchillo ayudaban sin descansar y, en un abrir y cerrar los ojos, el hueso de espinazo que se había servido quedo limpito de carne. Lo sacudió fuerte, pegando con la muñeca derecha en el dorso de la otra mano, é hizo caer en el plato el tuétano; lo alzó con la punta de la cuchilla y se lo tragó, diciendo:

—Amigo, no hay que desperdiciar las cosas buenas, cuando son pocas.

Y sin dejar tiempo á doña Quintina de salir de su asombro, agarró otra presa.

—Con permiso—dijo. Pero bien se veía que con ó sin permiso, lo mismo hubiera sido.

Quintina dió un codazo á su marido y lo miró, asustada, con tamaños ojos, y, sacudiendo la cabeza en dirección al viejo, pareció preguntarle tácitamente qué medidas pensaba tomar. Gabino la miró, riéndose, y le dijo en voz baja :