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—Comeremos el hígado.

Se acordaba de que en el alero del rancho colgaba todavía de la costanera el hígado del capón, cuyos últimos restos estaba devorando el viejo; el hígado, es cierto, había sido algo decentado por los gatos y se empezaba á llenar de cresa, pero era tarde para carnear y para pensar en preparar otra cena. Al fin y al cabo, quedaba el caldo también, con arroz y zapallo; y con hacer sopa con una ó dos galletas, no se iban á morir de hambre.

La mujer fué hasta el alero, á buscar el hígado para hacer, con él, algún fritango ligero; pero se encontró con que una gata que tenía familia había dispuesto ya de él para los cachorros. Y doña Quintina volvió á la cocina con la única espera za de poder siquiera apaciguar el hambre del matrimonio con caldo y galleta.

(!) ¡Desastre! cuando llegó, el forastero voraz engullía, con la última migaja de la penúltima galleta que existiera en la casa, la última cucharada de caldo, el último átomo de zapallo y el último grano de arroz. Y el viejo, con la vista relampagueante, la cara toda colorada y relumbrosa, los labios y el bigote grasientos, la luenga barba blanca salpicada de las muestras de todo lo que se había tragado, hizo sonar la garganta con satisfacción y pegando un puñetazo en la mesa, exclamó, riéndose :

¡Gracias, patrona! ¡Ahora! sí, ¡ caramba!

amigo, soy otro hombre. Con un buen jarro de agua...

ó de vino, mejor, si es que tiene, para asentar esc pequeño refrigerio, y ya le quedaré muy agradecido.

—¡Buen provecho!—murmuró doña Quintina, con el mismo tono con que hubiera dicho:—¡ Revienta, animal !