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El viejo ensilló su caballo, ayudado por don Gabino, y en el momento de despedirse de éste, lo abrazó y le dijo:

—No me olvidaré de lo que usted ha hecho por mí. Cuente usted con un amigo que lo ha de ayudar en todo lo que pueda, y cuando algo le falte, acuérdese, no más, de don Francisco.

Y se fué, al tranquito.

Gabino volvió del palenque á su casa, sonriéndose, como de graciosa parada, del ofrecimiento del viejo.

—Acuérdese de don Francisco—me dijo,—cuando algo le falte—le contó á la mujer, y que nunca se olvidará de lo que hicimos por él.

—Vaya con el viejo comilón y sin vergüenza exclamó doña Quintina ;—pues, yo tampoco me he de olvidar de él.

Y como miraban ambos para el campo, vieron con admiración que donde hubiera debido estar el viejito, sólo se divisaba como una nube luminosa que pronto desapareció sin que de «don Francisco quedara ni la sombra.

—¡ Don Francisco! ¿Don Francisco de qué, será?

—se preguntaba don Gabino, todo pensativo. ¿Quién sabe si no será algún enviado de Mandinga?

Aunque no parece; pues, era risueño el viejito, y no parecía malo.

—Por mi parte—dijo Quintina, pocas ganas tendré yo, cuando no tengamos nada qué comer, de llamarlo para que nos venga á ayudar, con su apetito, á morirnos de hambre.

Y entrando en la cocina, empezó á preparar lo necesario para el almuerzo, aunque no fuera hora todavía, pues estaban ambos, como fácilmente se comprende, con un hambre feroz.

LAS VELADAS .—13