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físicos y morales de un joven abogado, hijo de un estanciero de la vecindad, y parecía que su ambición estuviese, por una vez, de acuerdo con lo que le dejaba de corazón su orgullo. Por eso las palabras del gaucho viejo, proferidas con tan expresivo enojo, le hicieron profunda impresión. ¿Sería brujo el hombre, ó algún emisario de ese Mandinga de quien todos hacían gala de burlarse en las conversaciones, y á quien, en el fondo, tanto temían todos? Miró hacia el campo; se iba el viejito, al tranco del mancarrón, pero ya algo retirado. Hermenegilda, atemorizada, Îlamó á un peón y le ordenó que fuese de un galope en busca del viejito y lo trajese. El peón en seguida salió, pero cuando alcanzó al jinete que le habían enseñado, dándoselo por viejito haraposo montado en un malacara flaco, se encontró con un gaucho de unos treinta años, muy elegantemente vestido y que galopaba en un magnífico pingo obscuro, cubierto de aperos de plata. Lo miró de rabo de ojo, y sin atreverse á decirle nada, volvió á las casas, donde dió cuenta á doña Hermenegilda del resultado de su misión.

Y mientras Hermenegilda quedaba agobiada por el sentimiento de lo que había hecho y el terror de lo que sin duda le iba á suceder, el gaucho viejo, después de burlarse con su cambio repentino de fisonomía, del mandadero de la joven, llegaba á su rancho.

Allí llamó á su hijo Sulpicio, muchacho de unos veintitantos años, y le dijo:

—Mira, Sulpicio; ya es tiempo de que vayas á buscarte la vida. De viático sólo te puedo dar un consejo, pero si lo sigues, te será de gran provecho:

Confórmate siempre con todo, y todo te saldrá bien.

El muchacho, obedeciendo al padre, ensilló y se