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fué llevando por todo haber la bendición paterna, el consejo y la firme voluntad de seguirlo al pie de la letra.

El caballo había enderezado de por sí hacia la estancia de don Patricio, y Sulpicio, muy conforme, lo dejó andar á su gusto, hasta que, poco tiempo después, estuvo en el palenque de la estancia.

Desde que se alejara de ella su padre, había ocurrido un fenómeno singular. Hermenegilda, después de quedar un rato largo sumida, al parecer, en profunda cavilación, se dirigió con paso firme á la cocina. Allí estaba fregando los platos y limpiando las cacerolas doña Eusebia, una negra vieja que había visto nacer á la muchacha y la quería mucho, á pesar de ser á menudo zarandeada de lo lindo por ella.

Hermenegilda le tomó de las manos el trapo con que estaba secando los platos y le dijo con inacostumbrada suavidad:

—Anda, negra, descansa; voy á acabar ese trabajo. Desde hoy tomo á mi cargo la cocina.

—Pero, niña...—dijo la vieja.

—Anda, te digo, á tu cuarto, y descansa.

—Entonces, ¿me echa? ¿Por qué me echa, niña?

—No te echo, pero así se me antoja. Anda y déjate de rezongar, que así tiene que ser.

Se fué doña Eusebia, pensando en algún capricho de Hermenegilda, y se retiró á su cuarto.

Cuando, al rato, don Patricio llamó á la negra para que le diese mate, acudió Hermenegilda, con las manos húmedas, la ropa bastante manchada, la cara abotagada por el fuego y los ojos llorones por el humo. El padre le preguntó qué andaba haciendo, y ella le dijo que, siendo Eusebia muy vieja, había resuelto tomar á su cargo su trabajo.