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—¿Estás loca?—le preguntó el padre.

—No, tata—dijo, y así tiene que ser.

Insistió don Patricio con todo el ímpetu del orgullo lastimado, diciéndole que si se sentía enferma ó cansada Eusebia, se le tomaría ayudanta, que su hija no había nacido para cocinera, que era una verdadera locura; pero nada valió y sólo contestaba Hermenegilda:

—Tiene que ser así, tata.

Hasta que, cansado de luchar, don Patricio la dejó seguir lo que, rabiando y desdeñoso, llamaba su vocación.

Tomó mate de sus manos, mientras ella esperaba parada en la puerta, humildemente, ni más ni menos que lo hubiera hecho Eusebia; y cuando llamó al palenque Sulpicio, fué ella á recibirlo, haciéndole entrar y sentar en la cocina, con muy buen modo, mientras iba á avisar á don Patricio. Sulpicio, que había oído ponderar lo descortés que eran todos en la estancia, no pudo menos de reconocer que siquiera la cocinera era muy amable y... bastante buena moza.

La verdad era que, en pocas horas, la pobre Hermenegilda había perdido la mayor parte de su natural hermosura. Los ojos se le habían hinchado y enrojecido, la tez se le había ennegrecido, arrugado y endurecido, tenía la cara llena de manchitas, la boca se le había torcido, y con el poco aseo que podía conservar entre el humo, la grasa, la leña de oveja, los platos sucios y la carne cruda, estaba volviéndose ya una verdadera cocinera de campo. Quizá por eso mismo le había gustado al humilde gaucho que era Sulpicio, quien no se hubiera seguramente atrevido á fijar la vista en una señorita.

También es de advertir que aunque hubiese es-