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domésticos, cuando se ofrecía, no le podía caber en la cabeza la idea de renunciar á la libertad; más bien renunciar á la vida. Pero no era cosa de abandonarse.

Si Salustiano era todavía muy muchacho para poderse desempeñar, él le ayudaría: no faltan changas buenas en este mundo para el que se sabe manejar, y al perro barcino no le llamaban Travieso sin motivo. Todo esto se lo hizo comprender á su amo y también que lo primero que había que hacer era conseguir que no lo echasen del rancho; y le aseguró en su idioma que para ello tenía un medio excelente.

Dejándole á Salustiano pensar en lo que creía su desgracia, se fué á merodear por la casa del dueño del campo en el cual estaba situada la cueva, hasta que divisó á uno de sus hijitos jugando fuera del cerco.

Se acercó despacio á la criatura, haciéndose el cachorrito, retorciendo el espinazo y meneando la cola; el chiquilín lo acarició y empezó á jugar con él ; Travieso se iba corriendo, venía, se dejaba agarrar y manosear, volvía á correr, haciéndose el juguetón, y sin que la criatura lo sintiera, se iba alejando de su casa y aproximándose al rancho de Salustiano. Y así, poco a poco, el pícaro perro la llevó hasta muy cerca de la costa del arroyo; allí la dejó, y corriendo hacia su amo, siempre sentado y cavilando, lo llamó á tirones para que lo siguiese.

Salustiano saltó en su caballo, y en un momento estuvo con el perro cerca de la criatura que ya empezaba á jugar con el agua y se había empapado toda la ropa. La alzó y en seguida la llevó para la estancia. Por el camino encontró al padre que, lleno de inquietud, la andaba buscando por todas partes.

Cuando le contó Salustiano en qué posición peligrosa