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do que entonces el perro, bailando, lo llevaba en dirección al caballo, montó, y siguió á Travieso, quien en derechura, lo llevó á la estancia del dueño del cuchillo. Allí el muchacho preguntó por éste y le hizo entrega de la prenda.

El cuchillo era un recuerdo de familia; andaba desesperado el hombre por haberlo perdido, y después de abrazar con emoción á Salustiano, le regaló diez veces. el valor del cuchillo, felicitándolo por su honradez y ofreciéndosele para lo que se le pudiera ocurrir, lo que más que todo valía, pues, para el pobre, la protección del poderoso es gran abrigo, por lo menos mientras que—sin querer, no lo aplasta.

Ya se iba Salustiano, cuando lo volvió á llamar el estanciero. Era para pedirle un servicio; pero con remuneración. Le explicó que todas las noches una bandada de perros cimarrones venía al corral de su majada y le mataban una cantidad de ovejas, y que si él, con algunos compañeros, podía cazar esos perros, le pagaría cinco pesos por cabeza.

Salustiano, de cumplido, contestó que trataría de ver, que hablaría con algunos, pero en verdad no sabía ni cómo hubiera podido cazar perros, de noche, ni con quién, y se fué, sin pensar siquiera en semejante chanza. Pero Travieso, al oir las explicaciones del estanciero, pensó que algo había que hacer, y dejando que se fuese solo su amo, revisó con cuidado los alrededores de la estancia. Encontró detrás del corral un gran pozo cuadrado; era un jagüel empezado cuando la última sequía y dejado sin concluir; no había llegado al agua, pero tenía asimismo unos cuatro metros de hondo.

. Travieso, con la diplomacia del caso, empezó á hacer relación con los perros cimarrones, y hasta les