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tras las lleves, no podrán contigo ni los mismos baguales de Mandinga.

Si semejante cosa le hubiese pasado con cualquier otro animal, seguramente Agapito hubiera disparado despavorido para las casas; pero, para él, el potrillo era casi una persona y no extrañó que le hablara.

Cuando, un rato después, murió el potrillo, no pudo menos el muchacho de soltar el llanto. Vino el padre; lo consoló, y sin saber nada de lo que al morir había dicho el animal, cortó de los garrones un lindo par de botas para Agapito.

Así que éste las tuvo en su poder, aunque sólo fuera muchacho de unos doce años, se mostró impaciente de empezar á probar sus virtudes, y como el padre tení en su manada algunos potros, le pidió que le dejase domar algunos. El padre, por supuesto, se burló de semejante pretensión y le aconsejo siguiese domando el petizo viejo y repuntando la majada.

Agapito no quería soltar su secreto y no insistió, pero un día que la manada estaba entrando en el corral, pialó él solo un potro de los más grandes, fuera de la tranquera y lo volteó, en un abrir y cerrar de ojos. Todos lo aplaudieron, menos el padre, que le dió un buen reto, diciéndole que á los potros había que dejarlos tranquilos. Pero no había acabado de rezongar, cuando Agapito ya estaba sentado en pelo en el animal sujetándolo con un bocado que en un momento le había atado en los asientos. Y lo más lindo era que no había maneado el potro, que nadie se lo había tenido, que ningún peón lo apadrinaba y que el animal era del todo chúcaro, sin haber sido nunca palenqueado siquiera.