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El padre de Agapito y todos los presentes quedaban pasmados, mirando al muchacho guapo, quien, pegado en el potro como tábano, le daba con las riendas los tirones de estilo, castigándolo con el rebenque lo más fuerte que le permitía su pequeño vigor infantil y encerrando entre sus nerviosas piernecitas, calzadas con las botas de potro, las costillas sudorosas. El animal corcoveó con furor, pero sin resultado; saltó, brincó, se encabritó, y acabó por salir disparando por el campo, como si lo hubieran corrido. Agapito lo dejó correr á su gusto, empezando á sujetarlo despacio cuando vió que se podría cansar; y cuando llegó, vencedor y radiante de gozo, al corral, para soltar con la yeguada el potro, ya redomón, su padre lo abrazó con lágrimas de alegría, asegurando que con semejante jinete no podrían «ni los mismos potros de Mandinga.»

Agapito, desde entonces, siguió domando todos los animales que se le presentaban, ganándose en las estancias un dineral para un muchacho de tan poca edad. No había establecimiento que no lo mandase llamar, y nunca faltaba algún potro «reservado para poner á prueba su capacidad de domador.

Y su fama iba creciendo, y no había rancho ni estancia donde no se ponderase la habilidad de Agapito, concordando todos en afirmar que ani los potros de Mandinga» podrían con él, pasando así tres ó cuatro años, durante los cuales Agapito extendió sin cesar el radio de sus trabajos y el creciente rumor de su fama.

Un día, llegó al rancho del padre un gaucho desconocido en el pago, arreando una soberbia tropilla de obscuros tapados, con una yegua blanca, de madrina. Venía de chasque, trayendo para Agapito una