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carta muy atenta; la firma era ilegible, pero aseguró el portador que procedía de un estanciero rico cuyo establecimiento estaba situado muy lejos; y como en la carta le decían á Agapito que podía aprovechar para venir la misma tropilla que traía el hombre, que había en la estancia muchísimos potros que domar y que no se quería más domador que él, no tenía motivo para negarse á ir. El padre le aconsejaba no ir, diciéndole que podía ser alguna trampa; pero ¡vaya uno á detener á un joven á quien se ofrece la ocasión de ver cosas nuevas! Y Agapito, calzado con sus botas de potro, que á medida que crecía se estiraban, bien empilchado, por lo demás, y armado de un buen recado, de confortables ponchos y fuertes huascas, emprendió viaje con el gaucho de la tropilla de obscuros.

Nunca había salido de sus pagos; y lo que más deseaba era ir lejos, ver campo nuevo y gente desconocida; y quedó muy bien servido, pues cada día galopaban desde la madrugada hasta la noche, cruzando campos de todas clases, pajonales y cañadones, médanos y montes, lomas y bajos, campos feos y campos buenos, de pasto tierno y de pasto fuerte, y duró el viaje tantos días que, después, Agapito nunca pudo acordarse cuántos.

El gaucho se mostraba muy atento; pero los datos que de él pudo sacar Agapito sobre la estancia y su patrón eran sumamente vagos.

Lo que sí, le pareció admirable la tropilla de obscuros, pues cuando llegaron—un día, por fin, llegaron,—no había aflojado, ni siquiera se había mancado un solo animal.

Lo llevaron en seguida á presencia del amo.

Si Agapito hubiera sido menos inocente, al ver "