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esa cara tan característica, de nariz tan curva, de barba tan puntiaguda, de ojos tan relucientes; al ver, sobre todo, los pies tan delgados del hombre, hubiera pensado, seguramente, que no podía ser otro el personaje, que el mismo Mandinga en persona; pero ni siquiera se le había ocurrido, cuando le dijo éste:

—Su fama de domador ha llegado hasta mí; he sabido que todos aseguran que ni los potros de Mandinga podrían con usted y he querido yo, Mandinga, su servidor—agregó, medio burlón,—saber si era cierto. Tengo muchos potros por domar y se los voy á confiar. Son un poco ariscos—dijo con maliciosa sonrisa, pero para usted han de ser como corderos. ¿Se anima?

—Sí, señor—dijo sin inmutarse Agapito.—Empezaré cuando usted guste.

—Buen muchacho—susurró Mandinga; y ordenó ¡Que traigan la manada!

Los potros que, por parecerles indomables, llaman los estancieros reservados, son mancarrones mansos al lado de los animales que mandó entregar Mandinga á Agapito; pero tampoco era el muchacho de las botas de potro un domador cualquiera, y cuando vió llegar, haciendo sonar la tierra en estrepitoso galope, los mil potros y baguales que había hecho juntar Mandinga en su honor, ni siquiera pestañeó.

Habría costado un trabajo enorme el encierro de estos animales sin la presencia de Agapito; pero con sólo revolear el poncho, los hizo el muchacho amontonar en la puerta del corral, atropellando para entrar.

Mandinga no pudo dudar de que Agapito tuviera algún secreto para que con él no pudieran ni los potros de su cría, pero bien sabía que de vez en