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cuando le salían competidores, y no por esto se disgustó, pues el muchacho le había caído en gracia; además, había que verlo domar.

Pronto se pudo ver, pues en seguida empezó.

Le preguntó Mandinga cuántos peones necesitaba.

—Ninguno—dijo Agapito.—Yo solo me manejo. Enlazo, enfreno y ensillo.

—Pero, ¿y para manear?

—No maneo.

—¿Para palenquear?

—No palenqueo.

—¿Y el apadrinador?

—¿Para qué?—contestó desdeñosamente Agapito.

Mandinga no insistió, pero á pesar de ser él quien es, quedó medio sorprendido.

Entró en el corral el muchacho con el lazo listo. Al verle, remolinaron los potros, huyendo todos atemorizados; revoleó un rato el lazo y pialó con mano certera uno de los más lindos y más vigorosos animales. Lo volteó de un tirón, en la misma puerta, y en un momento, estuvo encima del animal enfrenado, antes de que nadie hubiera podido siquiera hacer un gesto de ayuda.

Como bien se puede suponer, la defensa del potro fué terrible. Corcoveó, saltando en sus cuatro pies, tiesos como postes de ñandubay, veinte veces seguidas, elevándose hasta un metro del suelo y dejándose caer de golpe; se encabritó, se revolcó, hizo por fin, pero decuplicados, todos los movimientos más irresistibles del potro que, por primera vez, lucha contra el hombre. No pudo con Agapito, á pesar de ser de Mandinga, y volvió al palenque, después del