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primer galope, mansito como mancarrón de cuidar ovejas.

Y, en seguida, Agapito agarró otro, y otro, y otro; enlazando, enfrenando y ensillando, solito, en presencia de Mandinga y de toda su gente, cansada ya de mirar antes que él lo estuviese de domar. Y montaba, domaba, daba el golpe, soltaba el animal vencido; y sin dar señales de cansancio, volvía á hacer la prueba con el siguiente. Veinte, treinta animales le pasaban así por las manos, cada día, y todos luchaban desesperadamente para voltearlo, sin poder despegar de sus flancos agitados las botas de potro del invencible domador.

Iba ya mermando la emoción, cuando, una mañana, cayó el lazo del muchacho sobre un soberbio animal, ya de cinco años por lo menos, de gran tamaño y de notable aspecto. Arisco como verdadero bagual, había esquivado el lazo hasta entonces, á pesar de las ganas que parecía tenerle Agapito; y cuando cayó, volteado de un pial, corrió un murmullo de expectante atención. Es que ese animal tenísu historia tres veces lo había dado, solapadamente, Mandinga á domar, á gauchos á quienes quería castigar ó simplemente probar, y los tres, aunque fucran todos grandes jinetes y muy experimentados domadores, habían perdido la vida en la prueba. Muchos de los presentes lo sabían y pronto lo supieron todos, menos Agapito, por supuesto. ¿Quién se hubiera atrevido á divulgárselo en presencia de Mandinga?

Este se había puesto más serio que nunca, y, las facciones contraídas, observaba todo con su mirada intensa y penetrante.

El potro no le dió á Agapito mayor trabajo que

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