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EL REBENQUE DE AGAPITO (1) No cabe duda que cuando un gaucho tiene la suerte de poseer á la vez—aunque sea, como era Agapito, casi un niño, las botas de potro que de él hacían el primer domador de la República Argentina, donde cada paisano es un jinete; la incansable tropilla de obscuros con que había vuelto de la misteriosa estancia de Mandinga, y el rebenque de cabo de hierro que éste le había regalado y que, según su promesa, le debía proporcionar consideración y provecho, puede mirar el porvenir sin mayor recelo.

No conseguirá quizá, con todo esto, una gran fortuna, pero seguramente logrará con facilidad el pan de cada día y hasta el relativo bienestar al cual puede aspirar cualquier hombre de buena conducta, en el rudo ambiente de la Pampa; así discurría Agapito cuando llegó al rancho paterno.

Allí lo asediaron todos á preguntas, y tuvo que contar su viaje, su permanencia en la estancia de Mandinga, la doma que había tenido que hacer, todos sus detalles, y enseñar los regalos del temible amo.

Por cierto, el padre, que era conocedor, y aunque ya la hubiese visto antes, admiró mucho la tropilla de obscuros, como azabache dos, tan tapaditos, tan elegantes y tan fuertes, y la yegua madrina cuyo (1) Ver el cuento anterior Las Botas de potro.