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Don Sebastián, sólo entonces, miró bien el tirador y vió que tenía diez bolsillos, y que cada bolsillo contenía cien mil pesos; y empezó á buscar en el cuarto un rincón á propósito para esconder este tesoro. Pero no encontraba sitio en ninguna parte; los pocos muebles estaban llenos, los cajones no tenían llave, cuando, por casualidad, tenían cerradura; colgarlo a la vista no se podía, por supuesto, y tanto se cansó de buscar, que, renegando, exclamó :

¡Al diablo con la plata!

Y en el acto oyó un ruidito: ¡Zuit!, y vió que uno de los bolsillos estaba vacío.

¡Hizo una cara !... Por fin, se consoló con pensar que todavía le quedaban novecientos mil pesos, con lo que cualquier pobre puede vivir «como un conde», murmuró sonriéndose. Asimismo, algo inquieto, llamó á su mujer, le enseñó el tirador y se lo contó todo.

La señora, en el acto, encontró en un baúl donde tenía sus cosas y que sólo ella abría, un excelente sitio para esconder el tirador, y se sentaron para conversar de lo que debían hacer con esa plata.

Pero revolvieron entre ambos muchas ideas, sin poder llegar á resolver nada; lo que á uno le gustaba al otro le parecía mal.

—Comprar campo y hacienda—decía la mujer.

—Sí—contestaba don Sebastián, y el trabajo será para mí.

—Vayamos á vivir en la ciudad.

—¡Cómo no! encerrarme en ese chiquero y comer carne cansada.

—Confiemos la plata á don José, el pulpero, y poco á poco la iremos gastando.

—Sí, para que se nos vaya con ella, el día menos pensado.