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guir así, lo volvería loco, que no tardó en oir el¡ Zuit !

acostumbrado.

—¡Adiós mi plata!—dijo—ya no me quedan más que quinientos mil. A ese paso, pronto me quedo como antes.

Pero en este momento se le acercó un señor muy decente que le ofreció sus servicios para el caso que tuviera algunos fondos disponibles que colocar en valores que le darían una buena renta, sin trabajo.

Don Sebastián esta vez, se dió por salvado y le dijo que efectivamente tenía para colocar así, en cosas que no le diesen trabajo y le permitiesen darse buena vida no se atrevió á decir: de vivir «como un conde»,—unos doscientos mil pesos.

El corredor—por tal se daba,—disimulando su inmenso júbilo, salió en seguida y no tardó en volver con otro que traía un gran atado de cédulas hipotecarias de la provincia de Buenos Aires, y explicándole á don Sebastián que cada una valía cien pesos y le daría, sin que se moviera, ocho pesos por año, le entregó, en cambio de sus doscientos mil pesos, dos mil papeles con figuritas.

Convencido don Sebastián, de haber dado con el clavo como efectivamente, sin que lo supiese, le había acontecido,—se fué á comer, pensando en com prar más de esas «cédulas boticarias, como ya las Îlamaba, tan cómodas para vivir sin hacer nada.

Tuvo de vecino, en la mesa de la fonda, á un buen vasco que también había venido del campo para sus negocios y entablaron conversación. Se le ocurrió á don Sebastián preguntar al compañero lo que haría si tuviese dinero que emplear.

—Hombre—le dijo el vasco,—comprar ovejas.

Y si tuviese mucho dinero?