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Comprar más ovejas dijo el vasco.

—Pero si tuviese más todavía?

—Entonces ya, comprar campo.

—Y de estas cosas, ¿no compraría?—le preguntó, enseñándole las cédulas.

.

El vasco sabía lo que eran esos papeles y echó á reir. Pero don Sebastián, inquieto, insistió y quiso saber la verdad; el vasco se la explicó; le dijo que sus doscientos mil pesos podían valer treinta mil, y que no debía, antes de muchos años, contar con renta alguna.

Se sulfuró don Sebastián, y mandó á los mil demonios al corredor ese que le había engañado, y la plata, que más trabajo y más rabietas le había dado que provecho... y¡ Zuit! hizo el tirador, vaciándose otro de los bolsillos.

—¡Mejor!—exclamó don Sebastián,—;¡ andate toda al diablo! ¡ plata zonza!

Y obedeciéndole, cien mil pesos más se le fueron...

Don Sebastián, esta vez, se sosegó. Tanteó, ansioso, el tirador y se dió cuenta de que ya uno solo de los bolsillos contenía todavía algo. Eran los últimos cien mil pesos del millón que tan generosamente le regalara el forastero, pero algo mermados por los cuentos del tío que había sufrido.

Pensó que si con semejante cantidad todavía se podía hacer algo, ya era tiempo de seguir el consejo del vasco y de comprar campo y ovejas, que era, al fin y al cabo, lo único de que entendía. El vasco era honrado y conocía la ciudad; le facilitó la venta de sus cédulas y lo acompañó hasta su salida para el campo, evitándole otros tropiezos y trampas.