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do, de noche, en el pasto húmedo, con el cabestro en la mano, listo para repuntar, pensaba que bien feliz era el dueño de la hacienda que, sin tomarse trabajo, podía tranquilamente descansar en su cama, hasta que le llegasen los pesos.

¿Por qué no sería él mismo dueño de todos los potros que domaba, y de los terneros que herraba, y de las ovejas que esquilaba y de los potreros inmensos que recorría, al rayo del sol? Y también le hubiera gustado ser el patrón de los carros, en vez de tener, por un mezquino sueldo, que andar allí metido, arriba, con las riendas en la mano, corriendo el riesgo de caerse, veinte veces al día.

No era precisamente envidioso; no deseaba quitar á algún otro sus bienes, para aprovecharlos él; tampoco aspiraba á ser más que los otros, pero hubiera querido poseer, porque poseer le parecía la única fuente de la felicidad.

Resolvió irá consultar á un tío viejo suyo, hermano mayor de su madre, del cual, ésta, muchas veces, le había dicho que era un poco brujo y hacía cosas extraordinarias, cuando quería.

Según los datos que le dió, vivía muy lejos, en los campos de afuera, en un toldo perdido entre las pajas, solita su alma y, al parecer, sin recursos, pero, aseguraba ella, rico, por su arte.

Después de muchos días de viaje, á tientas por la pampa, indagando en todas partes, como quien campea una tropilla robada, y cuando ya desesperando de encontrarlo, Florentino se iba á volver para sus pagos, de repente dió con un ranchito que casi le pareció haber brotado del suelo, pues de ninguna parte lo había divisado todavía.

Sentado en una cabeza de vaca, estaba ahí, ceban-