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paciendo por los campos, las inmensas majadas de su propiedad. Nacían los corderos y crecían, que daba gusto; los veía blanquear, retozando por bandadas, en la orilla de las majadas. A la simple vista se conocía cuán tupida y cuán larga era la lana de los vellones en que iban envueltas las ovejas; y tanto abundaban los capones gordos, que el resero tendría seguramente bien poco trabajo para juntar buena tropa.

Se abandonaba Florentino al placer de contemplar su riqueza, y dejaba pasar las horas, complaciéndose en su dicha, cuando, en un momento, vió que las ovejas enflaquecían y se ponían sarnosas; y mermaban las majadas, muriéndose de la lombriz todos los corderos ya hechos borregos, y hasta los mismos animales grandes. No duró ese triste espectáculo más que el corto instante en que se despertó sobresaltado; pero había sido bastante para que no sintiera haber vuelto ya á, la realidad de la pobreza sin cuidado, y del trabajo sin ambición, en medio de los cuales había vivido siempre.

Y cuando su tío, con cierta intención, le preguntó esa mañana:

—¿Y cómo te fué de sueños?—empezó á sospechar que si todas las noches se encontraba dueño de tanta hacienda, y tan realmente feliz mientras dormía, no debía ser del todo extraño á ello el viejo aquél.

Pensó en eso todo el día, mientras seguían esquilando ovejas y se acordó de la matra que le había dado su tío. Quiso ver si realmente era brujería ó mera casualidad; y á la noche, cuando se acostó, la sacó de la cama y la puso á un lado. Durmió como hombre cansado, á puño cerrado, pero se despertó sin haber soñado más que un leño; y quedó desde entonces