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podía valer algo más que el genio amable y servicial de aquél; y tantos y tan variados eran los elementos del problema que no le encontraba todavía solución, cuando, como para acabar de descalabrarlo todo, vió que estaba á punto de agregárseles otro más.

Sorprendió dos ó tres veces en extática contemplación ante Ciriaca á un simple peón, Lorenzo, conchabado por él hacía pocos días, y que parecía haberse enamorado locamente de su hija, con sólo verla.

Sin pararse en chiquitas, le arregló las cuentas en seguida, esperando suprimir así todo amago de posible complicación; aunque por otra parte le parecía inverosímil que la muchacha ya hubiera hecho caso á esta muda admiración, pues con ella nunca había cambiado Lorenzo más palabras que las que requería su servicio: «Traigo la vaca, niña?» Soltaré el ternero, niña? ¿No me necesita más, niña?» frases que difícilmente podían ser tomadas como expresión de exaltada pasión. Ciriaca, por su lado, se había contentado con contestar un sí, ó un no, bien sencillo, sin acompañarlo con ningún suspiro comprometedor.

Pues, asimismo, y, sin que ellos mismos supieran cómo, se habían entreverado sus almas de tal modo, que ni la voluntad paterna ya las hubiera podido separar, y que Lorenzo, al salir de la estancia, juró que Ciriaca sería su mujer, mientras juraba Ciriaca, sin decirlo á nadie, que no tendría más esposo que Lorenzo. Es que el amor, para nacer, no necesita discursos y que una mirada le basta para hacerse entender, cosa que & veces parecen ignorar los padres, después de haberlo sabido tan bien cuando jóvenes.

Los candidatos seguían sitiando á la muchacha. El padre ya empezaba á decidirse á favor de uno de

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