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ellos, y sin imponérselo, no dejaba de insinuar á Ciriaca que era el que más le convendría para marido.

Alejado y sin recursos, ¿cómo haría el pobre Lorenzo para disputar su conquista tomar posesión de ella? Cualquiera hubiera desesperado y desistido, pero él era de buen temple y no pensó, ni por un momento, en semejante cosa.

Una noche llegó á la estancia el carrero de la pulpería, con el carro todo embarrado y los caballos extenuados, y contó, al desensillar, que se había empantanado tan feo en el cañadón, que, sin la ayuda de un gaucho que por allí pasaba, se quedaba en el barro con caballos y todo. Y agregó que, á pesar del trabajo que se había dado para soliviar la rueda, primero, y cuartearlo después, el hombre no había querido cobrarle nada, dándole solamente un recado para don Gregorio.

—¿Para mí?—dijo éste.

—Sí, patrón, para usted; pero no sé si debo...

—Y ¿por qué no?

—Es que...

—Hable, pues, hombre, que ya no se puede echar atrás; y además que usted se lo debe á quien le ayudó.

—Bueno, patrón, hablaré; pero no se me vaya á enojar! Dijo que usted debe dar á Lorenzo su hija Ciriaca de esposa, porque nunca va á encontrar un yerno más fuerte.

Don Gregorio, todo amostazado, iba á contestar, cuando los cuatro caballos del carro, juntando sus voces, le metieron un concierto de relinchos como todavía no había oído. Y se quedó bastante sorprendido al entender con toda claridad lo que le estaban cantando: