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tarse otra vez con la madre. Y una tarde que después del trabajo don Gregorio paseaba cerca del corral de las ovejas con su hija Ciriaca, vinieron todos estos corderos, en bandada, balando, y retozando, hacia él y le gritaron á voz en cuello:

—Don Gregorio, don Gregorio, con ninguno será tan feliz nuestra amita Ciriaca, como con Lorenzo, que es tan bueno.

Y como Ciriaca, toda sonrojada, les decía: «Callen, locos», con gracioso ademán de afectuosa amenaza, don Gregorio le preguntó:

—¿Será cierto lo que dicen?

—Ellos sabrán, tata—contestó ella.

—Pero ese muchacho no tiene en qué caerse muerto—dijo el padre.

—Para caerse muerto —contestó despacito, Ciriaca,—quizá no sirva; pero para vivir, tata, valen más las prendas del corazón que mucho dinero.

—¡Ah, pícara!—exclamó don Gregorio con una sonrisa—y dándole un beso en la frente, agregó:—sé feliz, hija; al fin es todo lo que quiere tu padre.

Cuando volvían á las casas, llegaba al palenque un gaucho de nobles facciones y luenga barba blanca y cuyo apero y traje demostraban un hacendado acomodado. Preguntó por don Gregorio y éste le hizo entrar. Discreta, se iba á retirar Ciriaca, cuando con benévolo ademán, la detuvo el recién venido.

—Señor—dijo á don Gregorio,—venía á pedir á usted para mi ahijado Lorenzo la mano de su hija Ciriaca. El muchacho es pobre, pero fiene buenas cualidades y merece su aprecio.

—Señor—contestó don Gregorio,—ya me convencí de que donde manda. el amor tienen los padres que obedecer.