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Se pusieron en seguida de acuerdo sobre el día de la boda, y el forastero se retiró para avisar á Lorenzo —según manifestó,—prometiendo venir con él, el día siguiente.

Pero, ese día, llegó solo Lorenzo, diciendo haber recibido de don Gregorio un chasque que lo mandaba llamar, y abrió tamaños ojos cuando le preguntó éste por el padrino, no sabiendo qué contestar, pues ignoraba que tuviera padrino; y quién sabe cómo hubieran andado las cosas, si no se aproxima en ese momento un peón de la estancia anunciando que acababa de llegar un arreo de mil vacas y de tres mil ovejas, con guía á nombre de Lorenzo.

Los dos fueron corriendo á reconocer la hacienda, á indagar del capataz que la conducía, de dónde venía y quién la mandaba y con qué objeto.

El capataz sólo contestó que su patrón mandaba esa hacienda para que su ahijado Lorenzo dispusiera de ella. Se apuró en entregarla, y cuando lo quería don Gregorio convidar á pasar para las casas, con su gente, había desaparecido. ¿Por dónde? ¿cómo? nadie lo pudo decir.

Pero, ¿qué importaba al fin? Poseer mil vacas y tres mil ovejas no le quitaba á Lorenzo ninguna de sus excelentes prendas.

Las bodas fueron espléndidas. Se comió, con cuero, una de las vaquillonas del generoso padrino, bebiendo á su salud, fuera quien fuera, y todos aseguraron que nunca habían probado carne más sabrosa.

Vivieron felices, muchos, muchísimos años, Lorenzo y su Ciriaca, y tuvieron muchos hijos, lo que en la Pampa no es hazaña, pues á cualquiera le sucede.