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por él de árbol en árbol, todos los iba tocando, siendo como si hubiera prendido, uno tras otro, todos los focos de luz rosada de alguna espléndida iluminación.

Cuando, algunos días después, cubrió el suelo la nieve de las flores marchitas ya, Antonio y su mujer vieron con asombro que ni una sola había dejado de cuajar y que los árboles estaban tan cargados de fruta que se corría gran peligro de que se quebrasen las ramas y de que no llegasen á alcanzar para semejante cosecha todas las canastas del pago.

¡Y las ovejas! «Era una bendición de Dios», aseguraba la señora, y no podía menos, al decir esto, que dar á la Guachita un sonoro beso agradecido y casi maternal, en su carita seria de china fea. Antonio, aunque también así le pareciese, conservaba ciertas dudas sobre si era de Dios la bendición, ó de algún otro ser poderoso y desconocido, de éstos que por la Pampa andan rodando, montados en briosos pingos, y que, sin que nadie los vea, cruzan los campos, sembrando, traviesos, acá y acullá, el bien y el mal, á sabiendas ó sin saber, con intención ó por capricho, pero lo cierto era que al mirar, en el campo ó en el corral, su magnífica majada, de puras ovejas sanas y gordas, con lana tupida y larga, madres todas de corderos juguetones, cuyas correrías por todos lados espejeaban en la loma, Antonio sentía su corazón henchirse de alegre esperanza, casi olvidado ya de las inevitables congojas que consigo trae, aun en la dicha, el largo hábito de la desgracia.

Empezaba de veras á creerse feliz, y creerse feliz, ¿qué es sino serlo?

Y con el pasar de los años, su prosperidad llegó á

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