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ser completa. De pobre puestero, en pocos años, se había vuelto estanciero, dueño de campo y de haciendas; y su familia, numerosa, como tiene que ser la de todo hacendado, pues así la necesita para ayudarle en sus faenas, y así lo quiere la naturaleza, cuya ley manda que donde abunda la tierra fértil, también abunde la gente, se iba criando en paz, robusta y sana.

Una tarde, al anochecer, llegó al palenque de la estancia un gaucho, todo vestido de negro, montado en hermoso caballo obscuro, lujosamente aperado. Nadie lo había visto venir, los perros no habían anunciado su llegada, y quedaba silencioso, sin llamar, sin apearse, pensativo al parecer, y como estudiando la disposición de las casas y lo que en ellas podía haber.

Los rebaños estaban encerrados; los caballos de servicio, desensillados, estaban atados dentro del cerco, debajo de los árboles; pues ya se habían acabado las faenas del día, y como era en invierno y hacía frío, las puertas de las habitaciones quedaban cerradas, menos la del rancho que servía de cocina.

De ahí fué que, al rato, salió la Guachita, atravesando el patio para llegar al comedor, donde estaba reunida la familia, esperando que se sirviese la cena. La Guachita se había hecho moza; tenía diez y ocho años, pero la pobre había quedado tan fea en realidad, y tan contrahecha como cuando don Antonio la encontrara entre las pajas, y bien difícil parecía que, á pesar del precioso don de fecundidad que había recibido al nacer, pudiera ser algún día objeto de amorosa codicia.

Estaba ya en el mismo medio del patio, cuando el jinete, con voz imperiosa, desde el palenque, dijo, sin moverse: