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Don Nataniel y su mujer quedaron un buen rato atónitos. El grillo seguía cantando, pero como de costumbre, no más, y era como para dudar de que realmente hubiese hablado. Y, sin embargo, allí estaba la otra guitarra, nueva, flamante, colgada de la pared, encima de los restos de la «finada», sin que nadie la hubiese traído.

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Nataniel tenía muchas ganas de probarle el mérito; pero tenía también algún recelo, pues en esas brujerías, muchas veces, sucede que lo seducen á uno con buenas palabras ó con visiones de objetos imaginarios, y de repente lo revientan.

Por fin se levantó, y también Filomena, y ambos se acercaron al sitio donde estaba la guitarra; el hombre por delante, por ser más guapo, y la mujer por detrás, por ser más miedosa, pero empujando despacito la miedosa al guapo, para que no se echase atrás.

Nataniel, con precaución, tocó el instrumento con un dedo, primero, y después con toda la mano; y viendo que nada sucedía, lo descolgó. Filomena retrocedió ligero, algo asustada, pero pronto se sosegó, y Nataniel, sentándose, empezó á dar vueltas á la guitarra, encontrándola muy parecida á la que con tan poca suerte había destrozado.

Se animó á templarla: era de muy lindas voces sonoras, y tocó una milonga, que el grillo acompañó.

Pero Filomena, como mujer práctica que era, había estado pensando en los deseos moderados aquellos que con el canto podría expresar Nataniel, para que fueran colmados, y pronto se lo hizo recordar.

Y como para ver hasta qué punto era verdad la promesa, Nataniel así cantó:

—Mire grillo, mi amiguito, para probarnos tu amor, bien podrías al asador ponernos un corderito...