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un estanciero rico, una casita decente, bien construída y bien amueblada.

Y el sol, cuando salió, creyó estar en un error, y se quedó inmóvil, un minuto entero, asomado en el horizonte, haciendo colorear con la luz de su poderoso farol el techo de teja de una alegre casita, que no se acordaba haber visto allí el día anterior.

Nataniel y Filomena quedaron, esta vez, tan encantados con su preciosa morada, que en un arrebato de suprema satisfacción, declaró el cantor al grillo, en los mejores versos que pudo, que ya no le pedirían más, pues quedaban colmados sus votos.

Y realmente, ¿qué más hubieran deseado? Su dicha no podía ser más completa. No les faltaba nada :

llenos de salud, ellos y sus hijos; ricos como el que más, ya que lo que tenían superaba en mucho á sus necesidades; asegurados de la ayuda del grillo, á quien acudían con discreción en los casos difíciles, vivían absolutamente felices, sin deseos ni pesares; ¿cómo hubieran tenido pesares, cuando, al contrario, los recuerdos de todo su pasado de pobreza era, por comparación, su mejor elemento de gozo?

No todos, por cierto, saben apreciar esa clase de felicidad, un poco pasiva, por la misma falta de contrastes que la hagan resaltar; pero la apreciaban ellos, y en su justo valor, después de las penurias de antaño, contentándose ahora con dejarse vivir.

Pasaron así algunos años. Nataniel trabajaba con sus muchachos; vendía la lana de sus ovejas, los capones y los novillos, sobrándole siempre dinero. No dejaba, cada noche, de tomar la guitarra y de cantar lindas décimas, que el grillo acompañaba con su cantito monótono y estridente, celebrando así juntos los inefables goces de la vida apacible del campo, cuyas