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Don Prudencio, pensando por su parte que había quedado la bruja impotente, ya que sus artimañas sólo á ella habían perjudicado, resolvió efectuar un viaje á la capital que, desde mucho tiempo, tenía proyectado. Hizo sus recomendaciones á Demetrio y á su mujer, les encomendó de telegrafiarle sin demora en caso de que sucediera cualquier cosa anormal y se despidió por un mes.

Demetrio había hecho domar con todo cuidado para su silla un precioso potrillo, y desde la primera vez que lo había montado había quedado encantado con su andar suave y ligero. Al llegar á la pulpería á donde había ido para una diligencia, cruzó la cancha preparada, como de costumbre, para las carreras. Estaba vareando justamente su parejero un gaucho, á quien en seguida conoció. Era su antiguo capataz, casado con la hija de la bruja; Demetrio, lejos de guardarle rencor, más bien le agradecía haber apartado de su camino el imprevisto escollo de su posible matrimonio con la muchacha aquélla, preparando así, sin querer, su actual felicidad; y acercándose á él, lo saludó.

El hombre aprovechó la ocasión para ponderar el potrillo, é insinuó que lo debería probar en la cancha. Demetrio en su vida había corrido una carrera formal y menos aún arriesgado dinero en caballos, pero nunca tampoco le había disgustado probar la ligereza ó la resistencia de algún animal de su marca. Consintió, pues, y desensilló; y, en pelo, se fué con el otro hasta la punta de la cancha. Corrieron cuatro carreras, y aunque fuera el caballo del gaucho animal muy guapo y muy ligero, lo cortó á luz, las cuatro veces, el potrillo de Demetrio, sin necesitar siquiera rebenque. Felicitó á Demetrio el yerno de la