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Ignacio prestó mayor atención todavía: Antonio era conocido suyo, y don Salustiano era muy querido de su padre, por deberle éste mil servicios; se prometió probarle en esta ocasión su gratitud, pero, al mismo tiempo, aunque no fuera cobarde, temblaba de caer en manos de los tres bandidos que tan cerca de él estaban que casi lo tocaban, y que, seguramente, de conocer su presencia, no lo dejan con vida.

En este mismo momento, uno de ellos, de repente, prendió un fósforo y encendió el cigarro, permitiendo esta luz viva ver á los cuatro, tan juntos que cualquiera hubiera podido creer que juntos estuviesen conversando, los tres bandidos y el joven.

Este, primero, se creyó perdido, pero no se movió y los miraba ardientemente, extrañando sobre manera que ninguno de ellos fijase en él la vista.

Y habiendo relucido otro fósforo, con el mismo resultado, empezó á sentirse como protegido de algún modo sobrenatural.

Aprovechando la obscuridad, se puso de pie, despacio, con el cuchillo en la mano y esperó. Seguían ellos conversando y fumando, y otro fósforo crepitó.

Estaba él en plena luz y así mismo se dió cuenta de que ninguno de ellos, aunque vueltos los tres hacia él, lo podía ver. Cruzó entonces por su mente la maravillosa verdad de que la manta puesta sobre sus hombros lo hacía invisible, y para comprobarlo, dispuesto, si no fuera cierto, á cualquier trance, tosió fuerte y, á su vez, prendió un fósforo.

Y esto bastó para en menos de un segundo, de los tres cómplices no quedase ni rastro. ¡Volaron !

dejando ahí no más las ovejas, más asustados que si LAS VELADAS .—3