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esa tos y ese fósforo hubiera sido un relámpago con trueno. Ignacio, tranquilamente, volvió á ensillar, y solo, despacio, haciendo revolear el poncho, arreó las ovejas hasta el campo de don Salustiano, donde llegó á la madrugada. Allí, las dejó, y sin darse á ver, se fué.

Entró en una pulpería, con la manta en el brazo, y después de un frugal almuerzo, se fué á dormir la siesta bajo los árboles, bien envuelto en su poncho, para que lo dejaran tranquilo.

Lo despertó el ruido de una reyerta, y sin quitarse el poncho, para que no lo pudieran ver, se acercó á los que estaban peleando. Un gaucho, á quien todos conocían por malo, armado de un facón de una vara de largo, apuraba á un infeliz, ebrio, incapaz, en ese estado, de defenderse con el cuchillo relativamente corto que llevaba. El gaucho malo estaba jugando con él, como el gato con una laucha, y ya le iba á dar el golpe fatal, sin que ninguno de los que le formaban rueda se atreviera á interponerse, cuando, con el ruido seco de un golpe, saltó por el aire el facón medio quebrado, yendo á caer en una pipa de agua de lluvia, puesta de aljibe en la esquina de la casa.

La figura del matón tan lindamente desarmado no se puede describir. Su contrario, sin pedir más, se fué, bamboleando, á esconder, pero los otros gauchos allí presentes, no pudieron contener la risa, mientras el matrero, con mil esfuerzos, pescaba en la pipa el compañero de sus cobardes hazañas. Y entre las risas sonaba como campana alegre una carcajada juvenil que parecía salir á la vez de todas partes y de ninguna. Enfurecido, el gaucho, habiendo recuperado su facón, quiso vengarse de las burlas