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nido que conchabarse con don Cornelio; que se le habían querido alzar, y que en el acto, habían recibido tan linda paliza, sin saber de dónde llovía, que no habían insistido; y hacía tiempo que los tenía trabajando fuerte, seguido y de arriba, pues nunca daba un peso á nadie.

—Sí, señor—confirmó uno de los tres;—y le aseguro que el día que me suelte don Cornelio, iré á trabajar por allá lejos y por cualquier precio, pero que ya no me meteré más á querer robar, por no quedar encerrado en otro alambrado como éste.

—Y yo, ¿qué diré?—contó con voz lastimera otro de los peones;—yo que andaba tan bien con mi haciendita. ¿Qué pensará mi familia que no sabe de mí hace más de un mes? El amor á la carne ajena, ¡señor! He quedado encerrado en ese maldito alambrado, al acarrear una vaquillona que acababa de descuartizar, y ahora, cada día, don Cornelio me hace sacar de su rodeo una vaca ó un novillo de mi propia marca, que no sé cómo los puede tener, y me los hace carnear, y no se come otra carne en la estancia. Cuando salga de aquí, estaré fundido.

Y casi lloraba el pobre.

Cansados, se fueron por fin á dormir, y á la madrugada, los despertó el capataz. Y pudo ver Celedonio que en la estancia de don Cornelio no se perdía mucho tiempo en tomar mate y en ensillar; pero no entendía él todavía de conchabarse, y habló de despedirse y de ir en busca de su tropilla.

—¿Qué tropilla? amigo—pregunto don Cornelio.

—La mía, señor; la que traje ayer.

—¿Y era suya esa tropilla? ¡gaucho lindo que no conoce su marca! A ver, pinte la marca de su tropilla.