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Y Celedonio, con el dedo, dibujó en la arena, la marca de la tropilla que había venido arreando con tanto afán y tan mal éxito; y resultó que la marca era la misma de don Cornelio, quien en seguida se lo probó, sacando del tirador el boleto en debida forma.

—¿Y de dónde sacó esa tropilla?—le preguntó éste.—¿Y con qué guía venía? ¿Y á dónde la llevaba?

El pobre Celedonio quedó completamente abombado, no supo qué contestar, y cuando, con aire severo, le mandó don Cornelio que ensillara y se viniera con los otros al rodeo, á trabajar, obedeció, no más, como un carnerito.

No era de convite el trabajo, en esa estancia. En el rodeo tuvieron que lidiar con unos toros bravísimos que todo se lo llevaban por delante, y, más de una vez, Celedonio creyó llegada su hora; pero, al fin, no era mal gaucho, y á fuerza de empeñarse en evitar golpes, atinaba, como nunca lo había hecho, en enlazar sin errar, en abrirse ligero, en disparar con toda furia para, en una vuelta repentina, dejar correr sola la fiera, en una palabra, en trabajar como es debido.

Y después de comer un churrasco y de dormir una hora, tuvo que rondar á su turno la hacienda así trabajada, lo que no era cosa de andar muy descansado.

El día siguiente, hubo que trabajar una manada, tuzar unos potros más malos que baguales, y tuvo Celedonio que empezar á entablarlos en una tropilla que le encomendó don Cornelio que le formara y amansara.

Y Celedonio obedeció, aunque encontrara que era mucho más fácil robarse una tronilla hecha que lidiar