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M 49 ladora en un hueco, y en el mostrador, los gauchos.

Causaba cierta admiración—y no la disimulaban todos, esta casa tan bien construída, con sus buenas paredes de barro bien revocadas, su techo de hierro, sus estantes llenos de toda clase de mercaderías, sin que nadie la hubiera visto edificar, sin que nadie hubiera encontrado ó divisado los carros que habían traído la carga, sin que un peón siquiera hubiera sido conchabado en el pago para cortar la paja ó pisar el barro.

Cosa bárbara !—dijo uno, con jeta de recelo.

—Cállate—le contestó otro ;—mejor es no relinchar, cuando se desconoce la querencia.

— No será brujo el don Eufemio ése?

—Andá, che; preguntáselo.

Y no dejaban de mirarlo todos con bastante desconfianza. Pero lo que menos tenía el hombre era cara de brujo.

Rechoncho, colorado, risueño, amable, don Eufemio era todo el tipo del pulpero de profesión, y nada más. No parecía que hubiera nada que no fuese natural en su modo de ser. Despachaba con actividad y destreza todo lo que se le nedía, y á pesar de estar solo en el mostrador, detrás de la reja que lo separaba de los clientes, para todo se daba maña.

Ninguno, ese día, se atrevió á pedirle fiado; no hay que atropellar para que el pingo pare á mano; además, todos tenían plata, pues hacía tiempo que no venía ningún mercachifle; ni un panadero siquiera. Sólo dos ó tres gauchos trataron de aprovechar el momento en que don Eufemio, muy atareado, atendía á otros, para... olvidarse de pagar el gasto, deslizándose discretamente y sin llamar la atención.

Pero dió la casualidad que en el momento de pisar LAS VELADAS .—4