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el vino ó la galleta que le habían pedido; y ya que la reja no llegaba hasta donde estaba la tienda, muy bien le hubieran podido robar algún poncho ó alguna pieza de género. Pero dicen—cosa difícil de creer entre semejante vecindario de bandoleros y de matreros que nunca le faltó nada.

Una vez, es cierto, quiso un gaucho llevarse una docena de medias que habían quedado en el mostrador, pero en el momento en que las iba á esconder bajo el poncho, se le habían escapado de las manos, desparramándose en el suelo las veinticuatro como maíz frito, y como justamente volvía don Eufemio de la trastienda, le ayudó á levantarlas, contestando con indulgente sonrisa á las disculpas que le daba :

—No es nada, hombre, no es nada.

Otro día, sin mala intención—distracción no más, —se le iba un cliente con tres tiradores cinchados debajo de la blusa, cuando de repente volvió don Eufemio y vió que el pobre se ponía pálido como el bramante de los estantes. Le preguntó cariñosamente lo que tenía, y como el otro no sabía lo que era ó no lo podía decir, le hizo sentarse, y antes que se desmayara del todo, le desprendió—y era tiempo,—los tres tiradores que lo estaban apretando más y más.

—Pero, mire, ¡qué ocurrencia !—dijo don Eufemio; para hacerse el buen mozo, ¿no?

Y haciéndole tomar un vaso de agua con anís, para que se compusiera, lo despidió con buenas palabras y volvió á colgar del techo los tres tiradores.

Puede ser que otros hechos por el estilo le hayan sucedido, en otras ocasiones, pero no han de haber sido muy frecuentes, pues ni él se quejó nunca de que le hubiesen llevado nada, ni tampoco lo contaron los vecinos.