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Es cierto que, en general, son casos que más bien suceden cuando no hay gente indiscreta. Una vez, sin embargo, le pasó á uno un chasco bastante lindo para quitarle por un tiempo las ganas de hacerse el gracioso. En un descuido de don Eufemio—había ese día mucha gente en la casa, un gaucho se cazó un magnífico chambergo. Salió al patio; se lo probó, y como le iba á las mil maravillas, tiró el viejo que, por los agujeros que tenía, parecía espumadera, y volvió al mostrador. Apenas hubo entrado, todos lo miraron asombrados; él no sabía por qué y se les iba á enojar, cuando de repente, el sombrero se le entró hasta taparle toda la cara; llevaba la prenda un letrero con estas palabras: «Este sombrero no es mío..

La carcajada fué general.

Bien se ve que no es tuyo!—decían todos.

—¿Será el de tu abuelo?

—¡Pues amigo, los eliges grandes !

El pobre mozo, enceguecido, se debatía sin podérselo quitar, y tuvo don Eufemio que acudir en su ayuda, volviéndole á poner en la cabeza el viejo compañero grasiento que, con tanta ingratitud, había tirado.

Fuera de estos pequeños incidentes sin importancia, andaba muy bien, al parecer, la pulpería de don Eufemio. La verdad es que el hombre no podía ser más simpático. Fiaba con mucha facilidad, no á todos, por supuesto, pero á todos los que se lo venían á pedir con intención de pagarle. Parecía que adivinaba, con sólo mirarlos, quiénes eran los buenos, y quiénes eran los pícaros. Debía de tener mucho tino ese hombre, pues nunca, nunca se equivocó. Y, cosa rara, bastaba que hubiera fiado á algún pobre que no