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to, lo pensó dos ó tres días, y por fin entregó á Ciriaco cuatro estaquitas de una madera muy dura y desconocida, diciéndole que las plantara en los cuatro esquineros del sobrante, enterrándolas bastante para que nadie las descubriese. Ciriaco llegó de noche á su rancho, y en seguida fué, con todo sigilo, á plantar sus estaquitas, bien enterradas, cerquită de los mismos mojones colocados por el agrimensor.

Muchos eran los que, en su ausencia, habían venido á poblar; y cuando amaneció, vió Ciriaco, con asombro, el campo lleno de ranchos en todas partes, muchos de ellos con su respectiva majada; tanto que ya no había sitio para su hacienda y que era epidemia segura para el próximo invierno. Otros pobladores no tenían más que la tropilla, y éstos, por supuesto, eran los peores vecinos, porque también tenían que comer, y para comer, había que carnear.

Ciriaco estaba muy desalentado, pero su mujer le infundió ánimo, asegurándole que se podía tener confianza en las estaquitas del tío, y que no tardarían en producir su efecto.

En un rincón del sobrante, había cavado su cueva un matrero conocido; en ese momento estaba ensillando, y al rato lo vieron llegar al palenque, preguntando si no habían visto su tropilla. Ciriaco pataleaba de ganas de preguntarle cuánto pagaba de arrendamiento, pero hubiera sido fácil la respuesta y se contuvo, contestándole, no más, que no la había visto. Y el otro se fué á campear.

Se venía mientras tanto, acercando al sobrante todo un arreo; arreo de pobre, por cierto, pero no por eso menos amenazador: un carrito lleno de muebles y de cachivaches, guiado por un mozo robusto, con cara de pocos amigos, armado de un gran facón y con