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Llamó particularmente la atención de don Antonio el pie tan exiguo del forastero, calzado de botas finísimas, una de las señas peculiares por las cuales más seguramente se conoce á Mandinga; y también se acordó que al darle en el palenque las buenas noches, no le había dicho, según la costumbre: «Ave María.»

Después de la cena, don Antonio, por las dudas, y para hacérselo propicio, en cualquier caso, ofreció al sospechoso huésped tender la cama en la misma pieza que servía de comedor; pero el forastero no quiso y casi estuvo á punto de amostazarse por la insistencia del otro, yéndose á instalar en la cocina. Don Antonio pudo ver que al salir, miraba de rabo de ojo, entre asustado y rabioso, por una puerta que acababan de abrir, una imagen de la Virgen de Luján colocada en el dormitorio entre dos velas, encima de una cómoda; y por su parte hubiera jurado la mujer del puestero, quien, calladita, no había dejado un instante de observarlo todo, que los ojos de la figura también se habían movido dos veces con mirada fulgurante.

Asimismo, pasó tranquila la noche, sin que nada pudiera hacer suponer que ningún diablo descansara en una de las habitaciones.

A la madrugada, como don Antonio le ofreciera traerle la tropilla, el huésped, sin contestar, moduló un silbido breve, agudo y tan estridente, que don Antonio se puso todo trémulo; en la vida, nadie le había destrozado el oído de semejante modo; y quedó muy admirado al ver tropilla venirse al trote, hacia donde estaba el amo. ¡Y qué tropilla! veinte caballos negros, pero lo que se llama tapados, sin un pelo blanco en todo el cuerpo; altos, elegantes, brio-